Este fin de semana llega a las librerías el nuevo libro de Lina Meruane, “Palestina en pedazos” (Literatura Random House), que amplía y profundiza la reflexión que la autora inició en 2012, tras un viaje a Beit Jala que constituiría un paradójico volver a casa en nombre de quienes nunca pudieron regresar.

A continuación les presentamos un extracto de la obra:

Una Chica de Beit Jala

La plaza se llama Chile, le había dicho a Nicola que no la conocía o no la recordaba pero que estaba en el camino de los buses que pasan por Beit Jala; por ahí bajan, ahí me bajé yo cuando estuve en tu ciudad, insistí, dudando un poco, preguntándome si podíamos estar en distintos mapas. Hay un cartel muy grande escrito en árabe y en castellano, pero él levantó las cejas gruesas como cerdas, como si elevara los hombros, y cambiando de conversación me dijo: You look so much like a girl from Beit Jala. Y dijo que no solo era el pelo rizado y los ojos de almendra; era la forma de la risa, la facilidad de la risa, el modo de mover las manos al hablar.

Ciudadanos de Mundos

Me diría después, meses después y por escrito, que Antón no solo había vivido en Chile sino que en Francia Argelia Jordania Brasil, y que había pasado por Turquía Líbano Egipto Siria Libia Chipre Bulgaria Montecarlo Niza durante los veranos, cuando todavía les era fácil moverse. Lo difícil iba a ser el regreso. El padre era profesor y estaba enseñando en Argelia con su hermana cuando ella decidió casarse. Era 1967, el año de la guerra de apenas seis días cuyas consecuencias todavía se sienten. Era 1967, leí en el mensaje de Nicola, al padre y a la tía no los dejaron atravesar la frontera. 1967. El mismo año que mi abuelo, ya adulto, ya casado, ya padre de cinco hijos universitarios, ya ciudadano de la República de Chile, quiso en vano volver a visitar su casa palestina. Y puesto que el joven Antón tampoco pudo regresar a la suya desde Argelia, partió a Chile donde vivían y trabajaban sus tíos, los Tit. They used to work in bunnies iris with recollita, escribió Nicola en un correo electrónico y yo traduje, calle Buenos Aires con Recoleta. He lived near patronato, and his uncle used to live in rio dejunaro, que era Río de Janeiro. Comprendí que Nicola estaba transcribiendo lo que le escuchaba decir a Antón en árabe, en el teléfono, desde Palestina, porque era desde Omán que Nicola me escribía en inglés, y el párrafo cerraba en que he used to work in this area. Un año y medio había trabajado Antón con sus tíos en ese barrio textil entretejido por calles con nombres de ciudades, luego abrió su propio negocio de ropa. Chile era el país extranjero donde más tiempo había vivido, casi siete años, y ya había oficializado su ciudadanía chilena cuando regresó obligado por el abuelo Alteet que le prohibió pasar de los treinta en un país extranjero. Debía volver para casarse con una palestina y tener hijos palestinos y multiplicar las ramas del árbol genealógico. Así lo hizo Antón, en el momento preciso, justo después del golpe de Estado chileno.

Alcauciles al Almuerzo

Antón sirvió unas alcachofas tan deshojadas y rebanadas que no parecían alcauciles, salvo por el sabor. Nicola enterró su tenedor en el plato como si metiera una moneda en una alcancía y yo pregunté por la madre, que existía, me había saludado al llegar pero andaba sola por la sala arrastrando un vestido azul y nosotros, sin ella, ya estábamos comiendo. Nicola levantó su cuchillo hasta la garganta y simuló un corte horizontal para indicarme que la operarían a la mañana siguiente. Estaba en ayunas, la madre, en ascuas. Apenas unos minutos después se apersonó ella en la cocina con cara de circunstancia y un pañuelo alrededor del cuello: su mal estaba ahí abajo, en la tiroides que le iban a extirpar. Mi mente se detuvo en esa glándula deforme, en el cartílago, en la tráquea de la madre que podía perder la voz, en los músculos y huesos obligados a mantener la cabeza unida al resto de su cuerpo. Debía pensar en otra cosa, comerme esos corazones de alcachofa en esa salsa roja de tomates, tragarme sin esfuerzo los gajos de la naranja que me pusieron sobre un plato. Terminamos de comer junto a ella. Antón miró la hora: empezaba a hacerse tarde.

Pensé en la hospitalidad palestina, en los cuatro platos que podían tragarse el poco tiempo que me iba quedando para la visita, pero pensé que iba a necesitar ayuda en ese territorio a la vez familiar e ignoto, y acepté advirtiéndole al padre en castellano y al hijo en inglés que no podría quedarme más de una hora.

Fuente: The Clinic

Edición: Comunidad Palestina de Chile